.- Siempre dijo mucho más con sus ocurrencias y provocaciones que con sus puños. Lo hizo todo a su manera, empezando por el boxeo, y terminó como el «más grande de todos los tiempos» incluso más allá del cuadrilátero.
El arranque de la leyenda de Mohamed Ali —que como dicen los americanos tanto ha cautivado su imaginación— es atribuido a una especie de providencia callejera. Con doce años, le robaron una bicicleta en su natal Louisville, Kentucky. Y con su precocidad deslenguada, le contó a un policía blanco de su barrio negro el deseo de liarse a guantazos en cuanto descubriera al ladrón. Joe Martin, un oficial que también entrenaba a jóvenes boxeadores en un gimnasio local, le paró los pies diciéndole algo así como: «Está bien pero será mejor que aprendas a luchar antes de retar a nadie».
Con sus casi dos metros de cuerpo perfecto, reflejos y puños letales, y personalidad avasalladora, Ali resultó imparable como boxeador amateur hasta hacerse con un puesto en el equipo de Estados Unidos destinado a competir en los Juegos Olímpicos de 1960 en Roma. Allí ganó, a los 18 años, todos sus combates y su correspondiente medalla de oro. Premio que de vuelta a casa supuestamente arrojó en frustración al cauce del río Ohio en Louisville tras serle negada la entrada en un restaurante sólo para blancos y una trifulca con un grupo de moteros racistas.