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martes, 12 de febrero de 2013

Mohamed Ali: el rebelde más locuaz



.- Siempre dijo mucho más con sus ocurrencias y provocaciones que con sus puños. Lo hizo todo a su manera, empezando por el boxeo, y terminó como el «más grande de todos los tiempos» incluso más allá del cuadrilátero.
  
El arranque de la leyenda de Mohamed Ali —que como dicen los americanos tanto ha cautivado su imaginación— es atribuido a una especie de providencia callejera. Con doce años, le robaron una bicicleta en su natal Louisville, Kentucky. Y con su precocidad deslenguada, le contó a un policía blanco de su barrio negro el deseo de liarse a guantazos en cuanto descubriera al ladrón. Joe Martin, un oficial que también entrenaba a jóvenes boxeadores en un gimnasio local, le paró los pies diciéndole algo así como: «Está bien pero será mejor que aprendas a luchar antes de retar a nadie».

            Con sus casi dos metros de cuerpo perfecto, reflejos y puños letales, y personalidad avasalladora, Ali resultó imparable como boxeador amateur hasta hacerse con un puesto en el equipo de Estados Unidos destinado a competir en los Juegos Olímpicos de 1960 en Roma. Allí ganó, a los 18 años, todos sus combates y su correspondiente medalla de oro. Premio que de vuelta a casa supuestamente arrojó en frustración al cauce del río Ohio en Louisville tras serle negada la entrada en un restaurante sólo para blancos y una trifulca con un grupo de moteros racistas.


            Después vino una carrera profesional en un deporte que hasta entonces estaba básicamente controlado por la mafia pero que él ayudó a reinventar con la plusmarca de tres títulos de campeón de los pesos pesados. Pero quizá lo más trascendental del mito de Mohamed Ali sea en realidad todo lo que no hizo, su rebeldía y su empeño en no pasar por el pautado aro de lo previsible.

            Para empezar, su estilo a la hora de pelear no formaba parte de la aceptada ortodoxia pugilística. Según él, la idea era «flotar como una mariposa, picar como una abeja». Consigna que en la práctica suponía dejarse vapulear en los extremos del cuadrilátero para teóricamente amortiguar los golpes recibidos no con el cuerpo sino con ayuda de las cuerdas del ring. En ese trance, se trataba de  esperar el agotamiento del contrincante y aprovechar la oportunidad para pasar al contra-ataque.

            Su vida personal también fue una constante y locuaz provocación, sobre todo en la década de los sesenta cuando Estados Unidos se empeñó en producir más historia de la que podía consumir. Mohamed Ali no callaba y su constante e hiperbólico auto-bombo rechinaba contra los prejuicios raciales de la época que imponían a los negros mucha más discreción en la arena pública. Su constante vacilar y sus peroratas al margen de la corrección política o gramatical parecen un inocente anticipo de lo que después sería el rap o el hip-hop.

            Mohamed Ali, además, nunca dejó de dar que hablar con su inquietante afiliación a la Nación del Islam, la renuncia a lo que él consideraba como su «nombre de esclavo» (Cassius Clay) y su firme negativa a servir en las filas del Pentágono durante la guerra de Vietnam. El gobierno le persiguió por evadir su reclutamiento y la comisión americana de boxeo le retiró su licencia para combatir, con lo que se quedó  en punto muerto durante más de tres años, justo cuando estaba en la cumbre de su pasión, hasta que finalmente en 1971 logró el amparo del Tribunal Supremo de Estados Unidos.

            En su línea, Mohamed Ali no recurrió a querellas para recuperar su título de «heavyweight». Lo hizo en sus propios términos: volviendo a combatir e imponiéndose hacia el final del octavo asalto en el mítico combate de 1974 contra George Foreman en Kinshasa. Con su retorno estelar, se calcula que el campeón ganó más dinero que todos sus antecesores juntos al frente de la categoría de los pesos pesados. Pero también gastó más dinero que nadie. Y sin saber —o poder— retirase a tiempo, al final se prestó a combates sin sentido.

            La despedida y homenaje que se merecía vino en la inauguración de los Juegos de Atlanta de 1996 cuando una audiencia de 3.000 millones de espectadores por todo el mundo pudo contemplarle encendiendo la llama olímpica. En una mano la antorcha. Mientras,  el brazo libre temblaba visiblemente por el Parkinson. Aunque en ese momento más que nunca hizo honor al título que él mismo se otorgó dentro de sus borracheras de triunfalismo contagioso: «El más grande de todos los tiempos».
           Y es que, tal y como reconoció Floyd Patterson, uno de los humillados rivales de Mohamed Ali: «Yo era un boxeador. Él, parte de la historia».

La ironía de su silencio:


Pasados los setenta años, Mohamed Ali batalla con su peor y más irónico enemigo, el Parkinson. La enfermedad, vinculada a su carrera pugilística, le impide hablar.

1 comentario:

  1. Espero que este sea uno de los miles comentarios que te hagan a partir de ahora. Los que estamos empezando seguiremos aprendiendo de ti.

    Mucha suerte Pedro.

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Gracias por tu interés