.- La saga de unos pantalones de faena que terminaron por convertirse en la más reconocible aportación de EE.UU. al mundo globalizado de la moda.
Al poco de bajarse del barco que en 1847 le trajo desde Alemania hasta su tierra prometida, el inmigrante judío Loeb Strauss hizo dos cosas: empezó a ejercer la profesión familiar de vendedor ambulante y simplificó su nombre haciéndose llamar Levi. Por las calles de Nueva York, el joven de 18 años deambulaba ofreciendo telas, agujas, tijeras, botones, peines, libros, zapatos y hasta cazuelas. Un inventario condicionado no tanto por sus habilidades comerciales sino por el peso que fuera capaz de acarrear en dos grandes sacos.
Después de tres años de tienda peripatética, dos hermanos de Levi Strauss consiguieron establecer en Manhattan una pequeña empresa de venta al por mayor. Sin embargo, el joven contagiado de la ambiciosa movilidad americana quería algo más. Primero se fue a Kentucky pero rápidamente decidió establecerse en California ante las fabulosas oportunidades de negocio planteadas por la locura del oro.
En 1853, San Francisco era una caricatura de especulación y avaricia. Con un censo de 70.000 habitantes, la ciudad albergaba 399 bares, 28 fábricas de cerveza y destilerías, y una plusmarca de 1.200 asesinatos al año. Además de acumular un millar de barcos abandonados en el puerto tras la deserción de tripulaciones completas en búsqueda de oro. Pero Levi Strauss se dio enseguida cuenta de que había muchísimo más dinero que bienes y servicios a la venta. Una manta que en Nueva York podía costar 5 dólares, en San Francisco se vendía por ocho veces más.
En 1853, San Francisco era una caricatura de especulación y avaricia. Con un censo de 70.000 habitantes, la ciudad albergaba 399 bares, 28 fábricas de cerveza y destilerías, y una plusmarca de 1.200 asesinatos al año. Además de acumular un millar de barcos abandonados en el puerto tras la deserción de tripulaciones completas en búsqueda de oro. Pero Levi Strauss se dio enseguida cuenta de que había muchísimo más dinero que bienes y servicios a la venta. Una manta que en Nueva York podía costar 5 dólares, en San Francisco se vendía por ocho veces más.
Con la ventaja de ser suministrado por sus prósperos familiares en la costa este, Levi Strauss empezó a satisfacer las necesidades básicas de su clientela. Y una de las más evidentes era el destrozado vestuario de mineros, leñadores, carreteros y rancheros. La leyenda dice que el espabilado tendero empezó a confeccionar pantalones de faena con los toldos de caravanas y que los mineros se los compraban con polvo de oro equivalente a 6 dólares. Aunque la verdad documental se perdió en el terremoto y posterior incendió que devastó San Francisco en 1906.
Lo cierto es que Levi empezó a vender cada vez más pantalones de trabajo, elaborados a partir de una resistente tela azul de algodón. Pero la génesis de los pantalones vaqueros necesitó de otro inmigrante judío, Jacob Davis, que tras intentar diversos negocios con poca suerte ejercía de sastre en Nevada. A él se le ocurrió utilizar lienzos de tiendas de campaña, remaches metálicos y puntadas a juego con hilo de color naranja.
Levi Strauss empezó suministrando materiales a Jacob y terminó financiando los laboriosos trámites para patentar la confección de pantalones aptos para el Salvaje Oeste. Y el sastre se mudó en San Francisco donde quedó a cargo de la factoría de Levi en la calle Fremont donde un pequeño ejército de costureras no alcanzaba a satisfacer la demanda de esa prenda laboral garantizada. De ahí la marca registrada de los dos caballos poniendo a prueba la dureza de un par de vaqueros.
No hubo que esperar mucho para que los vaqueros empezaran a trascender su origen de utilitarismo democrático para convertirse en símbolo de otras cosas. Hollywood y las películas del Oeste empezaron a mitificar los “jeans” hasta convertirlos en algo inevitable en cualquier fondo de armario moderno. Ya sea con ambiciones de rebelión, lujoso diseño, exhibicionismo o fantasías de “cowboys” urbanos.
Guardapolvos de cintura
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